
Otra mirada En el año 1889, Alfredo Ebelot decía: “¡Qué distintas eran las cosas en la Banda Oriental! El reñidero se instalaba en el patio de una confitería, al pie de dos o tres raquíticos naranjos. Bastaba al efecto un pequeño circo portátil de lona, con tan liviana armazón de madera que podía llevarse con una sola mano. “En el fondo del patio estaban en línea las jaulas de los callos de riña, cuidados con tanto esmero como un stud de parejeros. Cada habitante tenía su nombre y genealogía generalmente oral, sin duda. “Son otras tantas cuestiones que se discuten horas enteras entre dueños de gallos. Los que quieren apostar miran, escuchan, toman apuntes mentales, palpan sus pesos de plata en el bolsillo, al establecer el cálculo de sus pollas, sin juego de palabras, absorto el pensamiento y relucientes los ojos. A matar o morir “En fin, se pusieron dos gallos en presencia. Uno era viejo, pelado y tuerto. Su dueño era un gaucho ya entrado en años que se le parecía bajo varios conceptos. Por lo demás bien en punto, nada cargado en carnes, superiormente preparado —el gallo, se entiende—, y diestro, según se decía, como el diablo para pegar en plena garganta al adversario. “El otro era un gallo nuevito que se estrenaba. Su padre había sido célebre, su madre era cualquier cosa. Le faltaba, aseguraba su propietario, cuatro o cinco días de preparación. Un criador serio de gallos avalúa esto con una aproximación de horas. Pero el gaucho viejo sostenía que esta aserción no pasaba de un ardid, que se hallaba en el estado preciso. “El gallito arrancó bien. Tenía furia. Abusaba tal vez del pico, ensangrentando la cabeza de su contrario; pero si no consiguen hendir el cráneo, tales golpes no son decisivos. Dos o tres puazos que dirigió el viejo, y que me parecieron firmes, determinaron, a pesar de esto, una baja en sus acciones. “Es torpe”, decían los entendidos, y el viejo gaucho aumentaba sus apuestas, jugaba contra todo el mundo.
“Su gallo, chorreando sangre, erizadas las plumas, se cansaba visiblemente. El gallo nuevito adquiría mayor fijeza a medida que se le apagaban los bríos. Los últimos cinco minutos —el asalto duró unos veinte— fueron palpitaciones. El gallo viejo, con su único ojo tapado por la sangre, ocultó su cabeza, que laceraba el terrible pico, debajo del ala del otro, y ambos dieron vueltas algún tiempo sin que hubiese forma que la sacase. Las apuestas se multiplicaban rápida y gravemente, en voz baja. Cuanto más impresionado y ansioso está el gaucho, tanto más impasibilidad demuestra su fisonomía. El combate se armó de nuevo, con mayor encarnizamiento. De repente el gallo viejo dio con la coyuntura que buscaba, y le asestó su golpe de gracia, su estocada secreta. El otro siguió peleando un ratito. A veces le silbaba la garganta, a veces se sentía un glu-glu sordo. Lo ahogaba la sangre. En fin, no pudo más, disparó pidiendo merced. ¿A qué decir que no, si así es? Pidió merced, el desgraciado. Emitió dos o tres quejidos inarticulados. Esto se llama cacarear. Es la vergüenza de las vergüenzas. El viejo, mientras tanto, victorioso, ensangrentado, horroroso y soberbio, lo miró con desprecio e hizo sonar su canto triunfal”. La riña puede durar hasta la muerte de uno de los gladiadores, o hasta que uno de ellos cede el campo y huye por una pequeña salida
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